Llegó marzo y con él la declaratoria oficial de que la pandemia de Covid-19 había llegado a México. El doctor Alberto Basilio Olivares intuía que sería algo muy serio y no paraba de repetir: “No la vamos a sobrevivir”. 

Uno de aquellos días, Alberto y su esposa Elena Montiel manejaban hacia el hospital. Preocupado como pocas veces lo había visto, Alberto la sorprendió con una confesión: había pocas probabilidades de que él sobreviviera. En su unidad estaban recibiendo más y más enfermos, siete cirujanos habían enfermado ya. “No la vamos a lograr”, murmuraba al regresar. 

Era una declaración digna de alarma, no sólo porque la enfermedad crecía exponencialmente, sino porque era una demoledora sentencia en voz de uno de los doctores con los nervios más rígidos y el temperamento mejor entrenado para una situación de emergencia. 

El doctor Alberto Basilio Olivares se curtió en las salas de urgencias, múltiples vidas se salvaron gracias a los movimientos precisos de sus manos y la celeridad de su juicio. Sus credenciales eran del más alto nivel: médico urgenciólogo acostumbrado a la adrenalina, experto en trauma y lesiones mortales. Justo por su temple, había recibido ofertas para salvar vidas en varios frentes de guerra en el mundo. 

Elena Montiel atestiguó algo sin precedentes en sus 16 años de vida conyugal. Alberto tenía miedo. Dejó de dormir con ella, no convivía con sus hijas, no hablaba con su madre. Extremaba la limpieza, varios cambios de ropa al día, baños constantes.  

Sus horarios comenzaron a retarlo. Trabajaba en el Hospital Regional de Alta Especialidad Bicentenario de la Independencia en Tultitlán, Estado de México, de las siete de la mañana a las tres de la tarde. Después, de las siete de la noche a las seis de la mañana, en el Hospital Rubén Leñero. “Los fines de semana también vendo tamales en la esquina”, solía bromear cuando se presentaba en alguna conferencia. 

Pero esa manera desenfadada de mirar la vida se desvaneció cuando llegó la pandemia. Se veía demacrado, cansado. Su carácter bromista había desaparecido. Tenía un semblante pálido y sufría mareos.

El 18 de mayo comenzó a sentirse mal. Cuando acudió al médico, la única respuesta que obtuvo fue de una simpleza aterradora: le dijeron que pasaba por un periodo de estrés. A pesar de la febrícula y el constante malestar, le dieron incapacidad laboral sólo porque el médico prejuzgó que el trabajo de Alberto y su estado emocional lo estaban llevando a una espiral emocional crítica. Lo mandaron con un terapeuta, quien sólo apuntaló el diagnóstico.

Alberto trató de hacerse una prueba de Covid-19, pero no la consiguió en ningún lado, ni siquiera con sus contactos en hospitales. El 23 de ese mes dio una conferencia vía remota para la Academia Mexicana de Cirugía. El tema: abdomen agudo. 

“En el video se observa desmejorado y disperso. Los resultados de la prueba de Covid-19 no llegaban. Sufrió de altas temperaturas hasta que decidimos llevarlo al hospital”, dice su esposa Elena Montiel, apretando los labios hasta que sus pómulos enrojecen.

El 28 de mayo recibió una llamada del director del hospital de Tultitlán, quien le comunicó que acababan de intubar a Alberto. Su familia no volvió a verlo. Falleció el 8 de junio. 

Elena Montiel repite la frase devastadora y profética: “No lo vamos a lograr”. Piensa que nadie más que Alberto era capaz de entender lo caprichosa y azarosa que era la vida, por eso tenía miedo del Covid-19.

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A la doctora Martha Ramírez no le queda duda de que el sueño de su compañero era estar en una zona de guerra. Después de que tomó un curso en Suiza sobre cirugía bélica, le ofrecieron trabajar en las misiones de la Cruz Roja Internacional en Irak y Afganistán. 

“Yo le decía: `Basilio, es muy arriesgado estar en una guerra, aunque te paguen mucho´. Lo pensó por su familia, pero me quedó clara su ambición de vivir en la línea frontal. Quién iba a pensar que ahora el mundo es como una gran zona de guerra”, explica Martha Ramírez, quien compartió con él una intensa vida de trabajo en el área de urgencias.

Se conocieron hace ocho años cuando ella ingresó al Hospital General Rubén Leñero en la guardia de la noche. Se trataba de un horario complejo y demandante. Forjaron entonces una alianza como profesionales y como amigos. 

“Cuando me veía muy agobiada o triste por lo que vivíamos en urgencias, me escondía los zapatos y me tenía ahí buscándolos. Siempre sabía subirme el ánimo con alguna broma o un chiste”, recuerda la especialista. 

Ahora jubilada, Martha narra que realizaron algunos viajes juntos. El que más quedó grabado en su memoria fue el que hicieron a la Riviera Maya y a Yucatán. Alberto Basilio estaba empeñado en que las hijas de su amiga conocieran las zonas arqueológicas y la historia de la región y fueran partícipes de su pasión por la cultura maya. 

Era común que Alberto viajara con su esposa a Guatemala, a donde daba conferencias, ocasión que aprovechaba para hacer visitas a Antigua, la zona arqueológica de Tikal, el Lago de Atitlán, las ruinas de Quirigua. 

En Guatemala construyó amistades como la del doctor Napoleón Méndez Rivera, quien lo describe como un hombre de pocas palabras y de muchas acciones. “Lo conocí en 2007 en un congreso en Venezuela. Compartimos más de 10 conferencias en ese tiempo. Sus metas académicas eran siempre ambiciosas. Era un gran hombre”, explicó durante la sesión de la Asociación Panamericana de Trauma dedicada a la memoria de Alberto.

Sus dos compañeros coinciden en destacar la enorme cultura culinaria de su colega. No podía realizar un viaje sin probar los platillos típicos, y siempre buscaba contagiar la emoción que le provocaban los sabores de su tierra. 

Martha Ramírez recuerda que, junto con su esposa, cada septiembre preparaba chiles en nogada para compartirlos con los compañeros del hospital. 

“No estuve con él al final. Me jubilé hace tres años. Siempre recordaré las batallas que libramos en urgencias. Sé que murió haciendo lo que amaba. No pudo haber sido de otra manera, estaba destinado a terminar su vida en un hospital. Estuvo en la línea frontal”, dice Martha Ramírez.

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Alberto Basilio siempre se sintió en una zona de guerra y, por lo tanto, la primera regla era la de viajar prevenido. Su auto se convertía en una pequeña ambulancia. En su cajuela cargaba vendajes, redes, suturas, todo lo necesario para operar a una persona que estuviera en riesgo. Era capaz de lograr una incisión quirúrgica exitosa con unos cuantos instrumentos. Por eso era considerado uno de los mejores traumatólogos del país. 

Su currículum como académico es prueba de eso: vicepresidente de la Sociedad Panamericana de Trauma, presidente de la Sociedad de Trauma y socio fundador y editor de la Revista Trauma en Latinoamérica; autor de múltiples capítulos en libros y revistas científicas, miembro honorario de varias universidades y profesor en la UNAM. 

Alberto impulsó la renovación en la Cruz Roja Polanco cuando se desempeñó como jefe de Urgencias. Los índices de mortalidad en su área eran tan bajos que Discovery Science decidió filmar un documental en donde él fue el protagonista. 

El programa lleva por título Emergencia: casos médicos en Hospital de la Cruz Roja, México y muestra los esfuerzos del equipo liderado por él para salvar heridos y accidentados. En cada momento, da cátedra de tranquilidad y liderazgo, a la vez que lucha para devolver el pulso a sus pacientes. 

“Después llegó 2014 y fue despedido junto con otros seis médicos de la Cruz Roja. Qué le puedo decir, no le gustaba cómo estaban llevando la dirección de su área, así que se deshicieron de él”, dice Elena Montiel. 

Su pareja recuerda que Alberto Basilio entró en una severa depresión al perder su trabajo, el lugar que él consideraba su casa. Las cuentas comenzaron a apilarse, volvió a hablar de su idea de ir a un campo de batalla al otro lado del mundo. Buscó nuevos empleos, pero ninguno le gustaba. 

Así llegó a trabajar a Tultitlán y al Hospital Rubén Leñero. El ritmo era desgastante, pero ya sólo le faltaban cuatro años para jubilarse y dedicarse por fin a escribir los libros que ya tenía en el tintero. 

Su pareja lamenta que el médico no llegara a dedicar su vida a la docencia. “Siempre estaba con proyectos de publicación. De hecho, dejó un libro terminado y me tocará encargarme de que vea la luz. Es algo por lo que lo admiraba mucho”, dice Elena Montiel mientras detalla las virtudes de su esposo.

En el documental de Discovery Science la cámara se centra en Alberto Basilio, quien acaba de ingresar al hospital a un hombre al que acababan de apuñalar.

“El trauma convierte a una persona sana como cualquiera de nosotros, en un paciente grave que depende de los conocimientos y habilidades de los médicos. Es cuestión de un instante. El trauma no tiene palabra”, declara con tranquilidad ante la cámara. 

Elena Montiel piensa en esa escena, sobre todo porque fue testigo de la inclemente velocidad con que a Alberto se lo llevó el Covid-19. “La enfermedad, concluye, tampoco tiene palabra”.