Aldo y Pedro, los hijos de doña Cira Aguilar, le decían: “Oiga, mami, hay que tener cuidado, esa cosa ya mero llega a México”. Intuían que el nuevo virus haría mucho daño. 

A su madre, sin embargo, le parecía que “eso” estaba muy lejos. Eran los primeros meses del año. Pero ellos insistían: “No, mamá, hay que cuidarse, hay que estar preparados”. Ambos sabían que ninguna precaución salía sobrando. Lo sabían porque ambos trabajaban en el Hospital General del IMSS en la capital de Oaxaca. Y los pronósticos no eran optimistas. 

Por eso decidieron alejarse de sus padres Cira y Pedro. Los mandaron a aislarse a otra casa. Les rogaron que no salieran y les prohibieron recibir visitas. “Los veíamos de lejos; sólo hablábamos por teléfono. Nos cuidaban porque decían que la gente de la tercera edad era la más vulnerable”, recuerda doña Cira. 

Ni Aldo ni Pedro, sus dos únicos hijos, eran enfermizos. Estaban fuertes; eran jóvenes, alegres, ni de niños habían enfermado seriamente. “Yo confiaba en que nada les iba a pasar”.

Doña Cira está orgullosa de Aldo y Pedro. Sabe que cumplieron con su deber. “Usaban sus cubrebocas, su mascarilla, su gel. Llegaban puntuales, contentos de ayudar a la gente. Nos decían que la cosa se estaba poniendo peor, que entraban muchos enfermos por Covid 19”.

Ellos advertían que la enfermedad era peligrosa y por ello no dejaban de recomendar a sus padres que se cuidaran. “Si la gente obedece lo que les dice el gobierno, México va a salir adelante rápido, mami; va a haber menos contagiados, pero la gente tiene que hacer caso. No salgan, está muy feo, hay que cuidarse”.

Doña Cira Aguilar se escucha satisfecha cuando menciona que sus hijos pusieron por delante la responsabilidad y que nunca, “ni una vez”, pidieron permiso para faltar al hospital.  

Hasta que fueron víctimas del virus. “Su primera incapacidad, de los dos, fue por Covid”. Los hermanos Diego Aguilar comenzaron a sentir los primeros síntomas con días de diferencia. Le contaron a su madre que les dolía el cuerpo. Luego llegaron la tos y las fiebres. 

“Primero uno, luego el otro. Todo pasó muy rápido, en menos de ocho días. La última vez que los vi fue el 17 de mayo. Hablamos brevemente; de repente, ya estaban en el hospital”, cuenta su madre. 

Doña Cira tenía confianza en que se recuperarían. “Les dije que primero Dios iban a estar bien porque eran jóvenes y aguantaban mucho, pero ellos me decían que ya se sentían muy mal”.

El miércoles 27 de mayo, a las tres de la tarde, sonó el teléfono de la madre. Era la directora del hospital en el que trabajaban sus hijos. No tenía buenas noticias.

“Puse el altavoz para saber cómo seguían. Cuando ella habló y nos dijo lo que había pasado, lo primero que quise fue azotarme por toda la casa. Negarlo. Porque Aldo, mi pequeño, el más chico, había muerto”.

Ese día los padres de Aldo y Pedro no durmieron. Tenían que arreglar las cosas para ir a recoger el cuerpo de Aldo al hospital porque no había lugar para incinerarlo. 

Consternados, trataban de arreglar las cosas y realizar trámites. En eso estaban cuando volvió a sonar el teléfono. Apenas habían pasado 24 horas desde que recibieron la primera llamada. Otra vez era la directora del hospital.

-Doña Cira, quiero informarle que desafortunadamente también falleció Pedro -le comunicó la doctora.

-Se está confundiendo -respondió ella-: el que murió fue Aldo, usted me dijo ayer eso.

-No, doña Cira, desafortunadamente ayer perdimos a Aldo y hoy a Pedro.

-Está usted loca. ¿Qué quiere conmigo, eh? ¿Qué quiere conmigo? El que murió fue Aldo, no Pedro -contestó doña Cira.

Habían fallecido los dos, con un día de diferencia. Ante el dolor y la pena, la madre reaccionó con aflicción por los que habrán sido los últimos momentos con vida de sus hijos. “Y pensé en que estaban solos, y me pregunté si alguien los había abrazado cuando se sentían mal, o si se desvelaban a su lado, o si los ayudaban a ir al baño”. 

Les pedí perdón, dice Cira Aguilar, porque yo debí meterme al hospital a cuidarlos; aunque no me dejaban, debí hacerlo, colarme a la fuerza. Pero no lo hice, los dejé solos cuando más lo necesitaban.

Han pasado días lluviosos, días soleados desde que acabó mayo y Cira perdió a sus hijos. “A veces me duermo para no despertar”, confiesa su madre. No le gusta recordar que ellos fueron los primeros trabajadores de la salud en morir por esta enfermedad en todo Oaxaca. 

Han pasado varios meses desde que fallecieron Aldo y Pedro. Han pasado más o menos 30 años desde que la siguiente escena quedó fijada para siempre en la memoria de su madre:  

Era el 10 de mayo y el festival del Día de la Madre ya había empezado en la primaria General Progreso, en la comunidad de Xoxocotlán. Cira, inquieta, buscaba con la mirada a sus hijos, pero ni un rastro de ellos en ninguna parte. 

De pronto, los vio entrar a la escuela, completamente empapados, dejando un camino de agua a su paso, como un río, y en la mano un ramo de flores frescas. Llegaron a abrazarla.

–¿Dónde andaban? ¿Por qué están así de mojados? –les preguntó. 

–Es que no teníamos dinero y nos metimos a la laguna por las flores. Están bien bonitas y son pa´ usted -respondieron Pedro y Aldo.

Cira los abrazó de nuevo, mojándose, fundiéndose los tres.