Le llamaban cariñosamente El Chino por sus ojos rasgados, pero eso no determinó en absoluto su fascinación por los videojuegos, la cultura pop japonesa y las razas asiáticas de perros.
Carlos Zamarripa Ibarra llegó a la Ciudad de México a los seis años de edad, en 1986, de la mano de su madre, Lourdes, una enfermera que no dudó en aceptar el trabajo de tiempo completo en el Hospital Central Sur de Alta Especialidad Pemex Picacho, aunque eso significara estar distante de sus hijos.
Quince años después, cuando su madre se jubiló, Carlos heredó la plaza y comenzó un largo recorrido laboral desde abajo: primero, como trabajador de limpieza. Luego ascendió a camillero, para finalmente ocupar la responsabilidad de conducir una ambulancia de Petróleos Mexicanos.
Nancy Bocanegra, su esposa, cuenta que Carlos se preparaba poco a poco, no dejaba de estudiar e incluso hacía tiempo para capacitar a sus compañeros. Eso le valió para que fuera ascendido a paramédico.
“Les daban clases de manejo con la ambulancia y el arte de sortear los conos de ida y de reversa; quien estacionara de manera casi perfecta, en menos tiempo y sin tirar los conos, era el mejor”. Lo enviaban a cursos de primeros auxilios. El que más le gustaba era el de cómo actuar en caso de un incendio. “Llegaba cansadísimo porque el equipo es muy pesado, pero tan emocionado que enseñó a los niños qué hacer en caso de incendios, o a dar reanimación cardiopulmonar”.
Carlos contaba ya con casi 20 años de antigüedad en Pemex, mismos en los que vivió momentos intensos y dolorosos. Por ejemplo, el terremoto del 19 de septiembre de 2017. “Metieron todo el medicamento y los médicos que pudieron a la ambulancia para llevarlos a los edificios que se habían derrumbado”, recuerda Nancy, quien trabaja en la industria aseguradora.
También le tocó asistir a Hidalgo en enero de 2019, el día que explotó una toma clandestina de combustible en el ducto Tuxpan-Tula, en Tlahuelilpan. Carlos se encontraba de descanso, pero requerían de todo el personal posible para hacer los traslados de los heridos a la Ciudad de México.
A pesar de toda la convicción con que asumía su trabajo, la idea de Carlos no era trabajar por siempre como paramédico. Había estudiado publicidad en la Universidad Tecnológica de México y quería incursionar en la industria de los videos.
“Entre sus planes, cuenta Nancy, estaba hacer una revista especializada en temas geek, desarrollo de videojuegos, cómics y animé. Durante una temporada, incluso, montó una tienda de cómics en línea. Era un fanático de los juegos. Los de estrategia eran sus favoritos”.
Carlos y Nancy disfrutaban de ir al cine a ver películas de terror y de ciencia ficción. La última vez que lo hicieron, se decidieron por una infantil, pues su hija iba con ellos.
En una de esas salidas, Nancy comprobó el compromiso que Carlos sentía con su trabajo. Estaban en el centro comercial Perisur cuando una señora resbaló y cayó. Él, sin dudarlo, corrió a auxiliarla. “Me di cuenta que lo hacía por gusto y no por obligación”.
Originario de Ciudad Madero, Tamaulipas, Carlos y Nancy se encontraron gracias a Twitter. Era 2009 y un hashtag, el de #InternetNecesario, los llevó a conocerse y a contraer matrimonio 24 meses después.
“No me acuerdo del tuit, platica Nancy, pero ese era el hashtag. Empezamos a hacer un grupo de tuiteros y luego se armó la tuit posada. Ahí lo conocí en persona, un 12 de diciembre, y 10 días después nos hicimos novios. Bien rápido. Pasaron dos años para casarnos y nuestra hija nació cuando llevábamos un año y tres meses de casados. Ella ahora tiene siete años”.
El enamoramiento se extendió durante años. Nancy conserva recuerdos en particular de un viaje que hicieron en marzo de 2019 a Acapulco. “No había nadie. Ese fue para mis hijos el mejor viaje. Mi hija y yo cumplimos años en ese mes. Todo estuvo muy bonito, el viaje, el clima”.
Por eso el peso de la ausencia es abrumador. “Éramos muy cursis. Todo el mundo nos decía que derramábamos miel”.
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El 20 de abril Carlos Zamarripa recibió la orden de trasladar al hospital de Petróleos Mexicanos a una mujer que presentaba una falla renal. Al volante de la ambulancia, su equipo cumplió la tarea. Todo salió bien, salvo un detalle: el problema de salud de la paciente no era renal, sino un contagio de coronavirus.
Cuando Carlos y su equipo lo supieron, los atrapó el miedo. No era para menos. Dado que la paciente supuestamente presentaba un padecimiento renal, no habían usado la protección sanitaria requerida. Unos 10 días después, Carlos presentó fiebre, tos y otros síntomas críticos. De inmediato, se hizo la prueba y el 2 de mayo le confirmaron que era positivo a Covid-19.
Carlos no fue el único que se contagió, pero a él se le complicó porque tenía asma y diabetes. Apenas un par de meses atrás, en febrero, había cruzado una de esas crisis asmáticas. “Como no pueden faltar o pedir días por enfermedad, estuvo trabajando así. Cuando lo atacó el coronavirus sus pulmones estaban muy débiles todavía”, relata su esposa.
Nancy no veía a Carlos desde que empezó la contingencia en marzo. Acordaron que, para proteger a su familia, ella, su hija e hijo se mudarían temporalmente. “Desde que nos fuimos, el 22 de marzo, nos veíamos solamente por videollamada”.
La última comunicación que tuvieron fue el 8 de mayo, antes de que la ambulancia lo recogiera para llevarlo al hospital donde trabajaba, ahora en calidad de paciente.
Después ya sólo quedaron los mensajes de texto. “El 11 de mayo me dijo que se sentía muy mal, que cuidara a los niños, que no saliera, que no me acercara al hospital porque estaba muy feo todo”.
Ese fue el último mensaje. Ya no se volvieron a escuchar, a escribir ni a leer. En la madrugada lo entubaron y al día siguiente, el 12, Carlos falleció.
A Nancy la alivia un poco pensar que estuvo hospitalizado en el lugar donde trabajaba, con la compañía de médicos, enfermeras, camilleros, gente que lo conocía y estimaba. “No estuvo solo”.
Aun así, todavía le resulta difícil lidiar con el enojo que le provoca saber que su muerte se pudo evitar. “Él tenía que haber estado en casa. No le dieron permiso de ausentarse. Como era una persona vulnerable, se supone que tenía permiso, pero no lo dejaron. Si le hubieran dado permiso de ausentarse porque acababa de tener una crisis de asma, tal vez todavía estaría aquí”, reclama.
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De poder elegir de nuevo, Nancy está segura de que Carlos volvería a ser paramédico, “pero con un horario fijo para poder hacer otras actividades”. Según su tabla de roles, él trabajaba dos mañanas, dos tardes y dos noches. Entraba a las siete de la mañana, salía a las tres de la tarde y cuando le tocaba cambio, salía a las tres, volvía a entrar a las 10 de la noche y salía a las siete de la mañana del siguiente día. “Esa era la parte más difícil, nunca tuvo un patrón de sueño y cada cuatro meses iba cambiando los días”.
Con un horario fijo, Carlos quizá habría estudiado japonés, que era otra de sus metas. “Se quedó con ganas de ir a Japón, su sueño. Le gustaba la cultura, el idioma, los videojuegos, todo. Quería llevar a ese país a Jorge, mi hijo, cuando cumpliera 18 años, en el 2022. Ya no pudo”.
Tampoco pudo tener un perro shih tzu. “Tenía muchas ganas de uno de esos perritos. Desde que nos conocimos y nos casamos, decíamos que íbamos a tener uno. No lo hicimos porque el departamento donde vivíamos era de su mamá, y a ella no le gustaban”.
Nancy y Carlos esperaban cambiarse de casa. Y habían planeado también que al cumplir 10 años de casados, en 2022, todos irían a Huatulco, donde pasaron su luna de miel, “para que los niños conocieran”.
Carlos murió un mes antes de su cumpleaños número 43. Nancy prefiere recordarlo y tener presentes sus lecciones de vida: “Si quieres hacer algo, le decía a su esposa, no te esperes a que sea el mejor momento, porque puede que no llegue”.
Nancy ya compró un shih tzu y está ahorrando para llevar a sus hijos a Huatulco y a Japón, “como Carlos hubiera querido”.