Al urgenciólogo Walberto Reyes de la Cruz lo enterró su compadre Saúl Coronado, un enfermero retirado que regresó voluntariamente al servicio durante la pandemia. Doce horas peregrinó de funeraria en funeraria con el cuerpo del médico.
“Me lo llevé y nadie quería hacerse cargo, nadie sabía el protocolo. Las funerarias no lo querían recibir. Lo íbamos a cremar en un lugar como a dos horas de Monclova, pero lo regresaron porque no los dejó salubridad. Hablé con todo el mundo y nadie sabía qué hacer”, relata Coronado.
En el hospital le entregaron el cuerpo de Walberto a las 10 de la noche y lo sepultó a las dos de la tarde del día siguiente. “Iba la carroza y yo atrás, a 30 metros, en mi carro. Él y yo, nada más. Después no había nadie, nadie más. Ninguna autoridad. Fue algo muy penoso, muy triste”, lamenta.
Walberto fue uno de los médicos que el 15 de marzo atendió al llamado Paciente Cero del Hospital General de Zona 7 del IMSS, en Monclova, Coahuila, donde se registró uno de los mayores brotes masivos de Covid-19 entre los trabajadores de la salud.
Ese día, recuerda su esposa Maricruz Torres, el personal a cargo batallaba para intubar a un paciente grave; él se acercó a apoyar. No sabían que estaba contagiado por el virus. En apariencia era una neumonía, pero no habían hecho los estudios para determinar con certeza qué padecimiento tenía. El epidemiólogo del hospital dijo que se trataba de influenza.
“Lamentablemente, en el momento en que tuvo contacto con él, no tenía la protección necesaria. Todavía no llegaban las caretas, las batas, los guantes; nada más tenía el puro cubrebocas”.
El doctor Reyes de la Cruz y sus compañeros comenzaron a sentirse mal a la semana. Se hizo la prueba de la influenza y salió negativa. Decidió entonces hacerse una tomografía computarizada y se percató de que su pulmón estaba muy comprometido.
Walberto habló inmediatamente por teléfono con sus jefes de Urgencias y con el epidemiólogo, quienes le respondieron que no se moviera de casa y esperara a que le enviaran una prueba. Nunca le llamaron. Como siguió sintiéndose mal, su esposa fue con el neumólogo, quien le prescribió algunos medicamentos.
Cuando Maricruz llegó con las medicinas, Walberto se encontraba en mal estado, tosiendo mucho, vomitando sangre. “Ya no aguanto y no me hablaron para la muestra; llévame al hospital”, le pidió a su esposa.
Ese mismo día ingresó como paciente al hospital donde atendía. Eran los primeros de la pandemia y casi nadie en el mundo atinaba a saber qué hacer ante el nuevo virus. “No había información sobre qué tratamiento debía llevar, ni protocolos médicos. A mí, que estaba en contacto con él, no me proporcionaron ni cubrebocas”.
Una vez que le realizaron la prueba, Maricruz y Walberto esperaron los resultados. “Mientras tanto estuve con él, sí aislados, pero sin protección”.
La salud de Walberto empeoró al día siguiente y lo ingresaron a terapia intensiva, lo entubaron. A Maricruz le pidieron que se aislara en casa. “Ya sospechaban que era Covid-19 y que seguramente yo lo tenía. Me dijeron que estarían en contacto para darme información del estado de salud de mi esposo y los resultados de mi prueba”.
“Acepté aislarme, pero ya no supe nada, sólo lo que me decía mi compadre”. Maricruz, enfermera de profesión, se aisló y 24 horas después empezó a sentir síntomas. Entonces, recurrió a Saúl.
Amigos desde la escuela primaria, a Maricruz y a Saúl los vincula una amistad de años. “Entramos juntos al Seguro Social, vivíamos en Castaños, estudiamos enfermería y nos fuimos al servicio social juntos. Son padrinos de mi hija”, detalla Saúl Coronado.
Maricruz le pidió que estuviera al pendiente de su esposo, por si Walberto necesitaba algo en la clínica, y que solicitara los resultados de la prueba. Desde ese momento se mantuvieron en comunicación. No hubo mucho que pudiera hacer.
Luego de resistir durante siete días la enfermedad, Walberto Reyes de la Cruz, de 45 años, falleció el 31 de marzo.
Para su compadre Saúl, ahí empezó el viacrucis. “Anduvo dando vueltas más de 12 horas, toda la noche y toda la mañana del día siguiente”, agrega Maricruz.
Saúl le notificaba. “Es que dicen que no, qué hago comadre, dicen que no lo pueden incinerar. Yo tenía la idea de incinerarlo y tenerlo en una cripta aquí en la iglesia, pero tuve que aceptar las decisiones de las autoridades. Dijeron que se tenía que sepultar y lo sepultamos”, cuenta Maricruz.
Saúl se encargó de todo. Cuando Walberto falleció, hizo los trámites en el Registro Civil, contrató a la funeraria para el sepelio y compró el terreno en el panteón municipal. Toda la familia estaba en aislamiento.
“No pudimos verlo, ni despedirnos, ni siquiera escoger la caja en la que lo iban a sepultar. Eso fue lo más triste. A mí ya no me dejaron estar con mi esposo, ni verlo, ni saber nada de su estado de salud”.
A Maricruz nunca le llamaron, ni le dieron información de su esposo, ni atención médica. “Ese día empezó a circular información en los medios de que era positivo a Covid-19 y a mí nunca me notificaron. Igual cuando falleció, supieron primero los medios. El médico responsable me informó hasta la noche.”
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La noticia del brote en el Hospital General de Zona 7 pronto saltó a las páginas de los diarios nacionales. Unos veinte integrantes del equipo del hospital resultaron contagiados (médicos, enfermeras, camilleros, trabajadoras sociales y hasta becarios) y dos fallecieron, entre ellos Walberto.
Originario de Los Reyes La Paz, Estado de México, Walberto nació el 22 de abril de 1974. Quinto de seis hijos, estudió la carrera de Médico Cirujano en la Facultad de Estudios Superiores de la UNAM, plantel Zaragoza.
Hizo su internado en Monclova y ahí conoció a Maricruz. Se casó el 23 de octubre de 2005 y se mudó a Castaños, Coahuila, de donde ella es originaria.
Dos años después ingresó al IMSS como médico general y posteriormente hizo una especialidad en Urgencias Médicas. Apenas hace dos años le dieron la plaza como médico urgenciólogo en el mismo hospital.
A Maricruz le impresionaba la pasión de su esposo. “Su turno concluía a las ocho de la noche, pero si había un paciente grave, no salía hasta que estuviera estable, así pasaran tres o cuatro horas. Si veía llegar la ambulancia y ya iba de salida, regresaba para ver si requerían su ayuda”.
“Por los que más se preocupaba era por los niños. Veía un joven o un niño y decía que tenía que dar 200 por ciento. Hizo tantas cosas buenas que uno dice por qué le pasó esto a él. No lo puede comprender, es difícil entenderlo. Pudo haber hecho muchas cosas buenas más. Estaba preparado, le gustaba atender a la gente. Walberto decía: ´Si estudié fue para atender a la gente, no para hacerme rico. Voy a ayudar a quien me necesita”.
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Uno de los momentos más felices de la vida de Walberto fue el nacimiento de su hijo, Haniel Emiliano, que ahora tiene 12 años. Tenían una particular cercanía. Veían películas o la tele juntos, hacían la tarea, armaban rompecabezas, jugaban… Los días libres iban al parque, llevaban comida para armar un picnic. Además, les gustaba conocer pueblos mágicos.
Cuenta Maricruz que a su hijo le ha costado aceptar la repentina muerte de su papá. “Pensando que pudiera ser influenza o algo contagioso, mi esposo no se le acercó. Simplemente, le dijo: ´Bueno, hijo, nos vemos y como que lo quiso abrazar, pero no se animó. Mi hijo se quedó con esa tristeza, ya no se despidió”.
Cuando a Haniel Emiliano le preguntaban qué quería ser de grande, no dudaba en responder que médico o radiólogo, pero después de lo que ha vivido cambió de opinión. “Esa profesión es un suicidio”, argumenta.
Ahora busca ser criptozoólogo y probar la existencia de animales extintos y mitológicos.