Olga Isela Amaya Cruz descubrió en pocos meses que la vida es una reproducción deformada, muy diferente a las imágenes en las que ahora se refugia: los videos de la última Navidad, las fotos de la confirmación, de los cumpleaños.
“Me niego, esto no es nuestra vida”, se resiste Olga, conocida en los hospitales de Monclova como La Jefa, en honor a sus más de 25 años de experiencia en la gestión de personal de enfermería.
Muestra la foto familiar de la Navidad de 2019, ese momento en el que el coronavirus era una palabra sin mucho significado. Aún estaban vivos su padre y tres de sus hermanos. Y su esposo y ella misma ignoraban en esa época el dolor que el Covid-19 podía infligir a sus cuerpos.
“El 2020 iba a ser estupendo para los Amaya”, dice con la voz disminuida. Sin embargo, su familia había eligido el camino de la medicina, el mismo que los llevó a enfrentar este año a un enemigo sin precedente.
Tiene 51 años y es la mayor de seis hermanos. Su madre Olga Cruz Ramos era ama de casa, y su padre, Jaime Amaya, carpintero y obrero metalúrgico. A ella le seguían Raúl Alfonso, médico; luego, Perla Ileana, administradora; la cuarta hermana era Rosa Cecilia, enfermera. La quinta, Elisa, médica de profesión. Por último, María Celina, quien trabaja en administración de farmacias del IMSS.
Olga enfermó durante las primeras semanas en que el virus arribó a México. Trabajaba como subjefa de Enfermería en el Hospital General de Zona 7, en Monclova, a donde llegó el Paciente Cero y en donde se originó el mayor brote hospitalario de Covid-19 en todo el país, con más de 30 trabajadores contagiados.
El equipo encabezado por Olga apenas pudo prepararse para la contención del virus. En pocas semanas, Monclova se convirtió en la ciudad con mayor tasa per cápita de personas infectadas, a tal grado que en algunos medios de comunicación se le conoció a esta área urbana con 380 mil habitantes como el “Wuhan mexicano”.
El rostro de la maestra en Enfermería se desdibuja en líneas tan delgadas como hilos. La enfermera de mirada penetrante y labios siempre rojos repite su incredulidad. Regresa a las sonrisas de sus hermanos inmortalizadas en las fotografías. En un abrir y cerrar de ojos, en sólo cinco meses, la familia Amaya Cruz cambió para siempre: tres de sus hermanos y su padre murieron contagiados
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La última vez que Olga contempló a su hermana Elisa, las puertas del elevador se cerraron para trasladarla a terapia intensiva. No podía respirar. Eran las 11 de la noche del sábado 4 de abril de 2020.
Horas antes, muy de mañana, Elisa había interceptado a Jorge Ríos, el esposo de Olga. Le tenía respeto, pues el doctor, ahora jubilado, se convirtió en su modelo a seguir desde que era joven. En buena medida la quinta de los Amaya había estudiado Medicina por él y por su hermana. Confiaba en su diagnóstico.
Lo detuvo en la calle para enseñarle las placas que acaba de hacerse. “Honestamente, ¿cómo las ves?”, Elisa le preguntó a su cuñado, sin bajar de su camioneta. El doctor examinó las radiografías y encontró una pulmonía grave. Le dijo que se fuera ya al hospital.
Horas después, Olga también corrió al hospital: encontró a Elisa dentro de la cápsula de traslado de personas con Covid-19. Quería acercarle una caricia, pero ya no pudo.
Sus propios hermanos les decían a Olga y Elisa Las Muéganos porque eran las más unidas. Olga recogía a la hija de Elisa de la escuela, la cuidaba hasta que llegara su madre. Comían juntas, salían de compras, iban al cine, no faltaban a las competencias de gimnasia y de baile de la hija de Elisa. Eran inseparables.
“Elisa era muy mandona, muy acá del norte. Yo soy la mayor, pero me mandaba. Tenía carácter duro, aunque su corazón era de pollo. También era muy amiguera, muy gente”, recuerda Olga y cae en cuenta de que Elisa era el pilar de la familia. Los sobrinos la buscaban porque le tenían mucha confianza, les gustaba estar con ella.
Elisa trabajaba en la Unidad de Medicina Familiar 9 del IMSS, a sólo cuatro kilómetros de distancia del Hospital General de Zona 7, en donde se originó el brote más importante de coronavirus en Monclova.
Era médica familiar y su trabajo no representaba un riesgo mayor. Sin embargo, a medida que comenzaron a crecer los casos de Covid-19 en la ciudad, los médicos escasearon. Muchos se ausentaban para protegerse, otros caían enfermos. En marzo le ordenaron suplir al personal de urgencias en su clínica. Ahí se contagió.
El viernes 3 de abril, Elisa hacía la tarea con Macy Miranda, su hija de nueve años, cuando empezó a tener síntomas: fiebre y un fuerte dolor de cabeza. A la mañana siguiente, luego de consultar a su cuñado, se internó en el Hospital General de Zona 7. Eran las 10 de la mañana del sábado 4 de abril.
La enfermedad evolucionó de manera muy agresiva. No la dejó vivir ni 24 horas más. Elisa falleció el 5 de abril a las 3:20 am.
“Fue como si me hubiesen arrancado un pedazo de corazón. Se fue en un instante. Y recuerdo bien que cuando se cerraron las puertas del elevador no paraba de preguntarme `¿por qué a nosotras?, si somos buenas mujeres´”, exclama Olga sin enmascarar la aflicción.
El dolor de la muerte de Elisa le hizo olvidar por un momento la fiebre que se comenzaba a gestar en su cuerpo.
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Semanas después, el virus estalló en la casa de Olga. Ella, sus dos hijas y su esposo, el doctor Jorge Ríos, se contagiaron. Las chicas fueron asíntomáticas, pero su padre tuvo que ser internado. Mostraba insuficiencia respiratoria y bradicardia. Durante tres semanas estuvo en condiciones críticas. “Pensé qué tú también morirías”, le comentó después Olga.
Por fortuna, Jorge no falleció y ella se recuperó de sus síntomas leves, pero eso no significaría de ninguna manera que el virus se alejaría de su familia.
Su hermano Raúl, graduado de la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Durango, como su hermana Elisa, cumplió años el 5 de junio. Radicado en Piedras Negras, viajó a Monclova para festejar en casa de otra de las hermanas.
Olga y su esposo Jorge iban saliendo de la enfermedad, “así que sólo le fuimos a dejar su pastel, un rollo de mango que le encantaba. La última vez que lo vi fue cuando le entregamos su pastel en la puerta. Otra puerta que se cerró para siempre”.
Raúl trabajaba en el Hospital General de Zona 11 del IMSS en Piedras Negras, en lo que se denomina como “médico de traslado de pacientes”, lo que implicaba trasladar a los pacientes afectados por el virus. Tenía el cargo de jefe de Urgencias.
Luego de celebrar su cumpleaños en Monclova, regresó a Piedras Negras. Días después le escribió a Olga para comunicarle una mala noticia más: su compañero, quien manejaba la ambulancia, acababa de morir, probable Covid-19.
“Mi hermano era un hombrezote, grande y fuerte, con una vocezota. Era prematuro y nació pequeñito, pero acá en el norte los sietemesinos crecen mucho. Le decíamos Doctor Peque”, recuerda Olga.
Aprovecha el momento para compartir la última reunión que celebraron juntos en diciembre pasado. Olga le anunció a su familia que organizaría una gran fiesta para celebrar su jubilación. “El Peque andaba bailando bien feliz, aunque no sabía moverse. Esa es la imagen perfecta que me llevaré hasta el final de mis días”, reseña con voz cortada la enfermera.
En la segunda semana de agosto Raúl mandó otro mensaje preocupante a Olga. Se había caído de la escalera de su casa porque tenía fiebre elevada. Al día siguiente, comenzó con dificultad para respirar. Durante cuatro días se sintió mal.
El 22 de agosto se internó en el hospital en el que trabajaba. “Nos hacía llamadas, videollamadas, mensajes. Iba evolucionando bien, mejorando; el tratamiento estaba funcionando. Incluso pensábamos que ya lo iban a dar de alta en unos días”, cuenta Celina, otra de sus hermanas.
Había buenas señales. Raúl, uno de cuyos sueños era ir a Dubai, hablaba con Olga con frecuencia. De hecho, el domingo 30 de agosto le envió un video. “Me dijo: ´mira, ya estoy sentado, me bañaron y me siento muy bien´”.
La situación se deterioró al día siguiente. Amaneció más agitado, con dificultades para respirar. “Lo tuvieron que intubar y a las dos horas falleció”, lamenta Celina. Era el lunes 1 de septiembre.
La familia estaba en shock. Era la segunda pérdida por la pandemia.
Cuando Raúl enfermó, su padre y su hermana Rosa decidieron ir a cuidarlo a Piedras Negras. Ya había fallecido su hermana Elisa y no deseaban pasar por algo parecido. Harían lo que estuviera en sus manos para que no ocurriera una vez más.
Las buenas intenciones las pagarían con un precio muy alto. Una semana después de la muerte de Raúl, su padre y su hermana también cayeron enfermos, ambos con síntomas graves.
Las hermanas aún no tenían oportunidad de darle sentido al caos cuando les anunciaron que su padre, don Jaime Amaya Salinas, había fallecido el 20 de septiembre en el hospital. Su hermana estaba en la antesala del mismo camino.
Dos días después, el 22 de septiembre, conocieron una sacudida más: su hermana Rosa murió también, a los 46 años. “Era muy alegre, muy atenta; llevaba a todos al médico durante la pandemia. No medía peligros. Era muy bailadora, andaba muy arreglada, con sus pestañotas. Fue una mujer muy tenaz”, explica Olga.
Cuatro integrantes de la familia se han perdido en cuestión de meses. “Íbamos a tener la fiesta de 15 años de varias sobrinas, pero ya no se hizo nada. Para los Amaya Cruz este año iba a ser maravilloso, pero ha sido una tragedia y continúa porque mi hermana Rosa”, dice y su voz vibra.
A pesar de todo, Olga busca fortaleza en donde puede. Es candidata a diputada local por partido Unidad Democrática de Coahuila, por el cual compite en las elecciones del 18 de octubre, un compromiso que firmó antes de que iniciara la pandemia.
“Es lo único que me mantiene en pie, que me impide encerrarme en un cuarto con todo el dolor que llevo”, atina a decir Olga, después de un momento de silencio.
Regresa a la Navidad de 2019. En las fotos aparecen Jaime, Raúl, Perla, Rosa, Isela, Celina y ella. Olga reitera: 2020 iba a ser su año, el de los Amaya Cruz. “Y mire nada más, qué resultó”.
Lo que resultó es atroz.
(Con información de Elva Mendoza)