No es común que una paramédica muestre empatía y sensibilidad con sus pacientes, con frecuencia al borde de la muerte, con los que sólo convivía el tramo del accidente al hospital. Ese, paradójicamente, podría haber sido, según muchos de sus compañeros, el mayor defecto de Irma Teresa Sánchez Rosas: sentir mucho. 

Sentir mucho puede ser un riesgo, sobre todo si tus tareas consisten en recorrer en ambulancia las calles del Estado de México, quizá uno de los trabajos más complejos y estresantes en una periferia capitalina convulsa. 

Muchas madrugadas esa sensibilidad cobraba factura. Su esposo, Juan Manuel Mosqueda, recuerda la noche en que lo llamó, alterada y llorando. Había atendido una emergencia, un tiroteo en una fiesta, y entre los heridos había niños. 

Tan pronto llegó, Irma Teresa corrió hacia un menor con impactos de bala. Ya no tenía pulso. Quiso ir hacia el lugar en que yacía otro herido, pero la gente no le permitió moverse. Querían que salvara al niño. Ella les señaló la herida en la cabeza y les informó que no había nada qué hacer. La comenzaron a golpear de repente, exigiéndole un milagro. Un grupo de policías que había acudido al sitio intervino para liberarla y permitirle que ayudara a alguien más. 

Regresó a la estación, concluyó su turno, se cambió, llamó a su esposo y hasta entonces rompió en llanto. 

“En la calle no hay garantía. Siempre es un riesgo, cualquier cosa puede pasarnos. Ella se preocupaba mucho por sus hijos, por lo que les pudiera ocurrir. La verdad, pensábamos que sería yo, que también soy paramédico en la Cruz Roja, quien podía morir en cualquier momento. Al final, Irma fue la que falleció”, lamenta Juan Manuel.

Irma Teresa Sánchez pertenecía a la Unidad Fénix de Protección Civil del municipio de Tlalnepantla, Estado de México. Ella fue la única mujer que ocupó el cargo de jefa de turno en la organización. Sus compañeros reconocen que era una de las mejores paramédicas y uno de los elementos más capacitados en atención prehospitalaria. Había recibido cursos de salvamento en situaciones de desastres, además de que era instructora de la American Heart Association, maestra en la Cruz Roja y especialista en traumatología.  

Justo cuando empezó la pandemia, compartía su preocupación de que el personal médico perdiera su humanidad, tratara con frialdad las muertes y se mostrara indiferente ante los pacientes. Tenía razón: muchos de los altos mandos expresaban indiferencia ante la pandemia. Y eso, de algún modo, contribuyó a su muerte.

Al empezar a extenderse el número de contagios de Covid 19, preparó un cuidadoso protocolo de prevención. Elaboró un cuestionario para que la operadora de los servicios de emergencia pudiese detectar si los paramédicos se enfrentarían a un riesgo de contagio y fueran equipados para ello. Ese trabajo terminó en un cajón. Los paramédicos recibían una llamada de emergencia y sólo hasta después de examinar al paciente, se daban cuenta que se trataba de un caso de Covid 19. Para entonces, ya se habían expuesto al virus. 

Al reincorporarse al servicio después de una ausencia de dos semanas, se dio cuenta de que las medidas que había diseñado se habían relajado. Más de 13 de sus compañeros estaban contagiados. Fue cuestión de tiempo para que ella también cayera enferma y en pocas semanas falleciera. Tenía 43 años. 


Irma era un ejemplo a seguir, fue mi guía, me enseñó a defender mis conocimientos y a defender a mis pacientes…

De Nayeli, amiga de Irma


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La memoria de Juan Manuel Mosqueda tiene un espacio privilegiado para cada detalle, sensación y momento vividos con su esposa. “Puedo recordarlo todo”, repite al recrear la primera vez que la vio. 

“Nos conocimos en la sesión de bienvenida al Colegio de Ciencias y Humanidades Azcapotzalco. Era noviembre de 1992. Teníamos 15 años. Se sentó justo frente a mí. Me encantó, con esos ojos grandes y sus lentes de pasta muy llamativos. Llevaba una sudadera negra con un pantalón de mezclilla de pinzas azul deslavado y tenis perestroika”

“Sus ojos, su sonrisa. Esas cosas no se borran a pesar de que fue hace 25 años”, exclama Juan Manuel.

Irma Teresa Sánchez Rosas bailando con su entonces novio Juan Manuel Mosqueda

Se hicieron amigos desde esa sesión de bienvenida y novios en el tercer año. Al salir de la prepa, él comenzó a trabajar en la Cruz Roja Mexicana. Irma intentó estudiar psicología, pero no le fue bien. Después de que tuvieron a su primera hija, ella tomó también el curso de paramédico en la Cruz Roja y se adaptó con celeridad. Entró a trabajar en ambulancias y en el área de capacitación. Daban clase juntos, asistían a emergencias en pareja. Habían elegido un rumbo de vida y no podían concebir mayor realización. 

Irma Teresa poseía una sensibilidad única y era sumamente expresiva. En la prepa, por ejemplo, presentó un examen muy importante y se encontraba muy nerviosa por el resultado. Cuando vio que le había ido bien, saltó, emocionada, a los brazos de Juan Manuel y ambos cayeron por las escaleras. 

Eso mismo ocurrió cuando le dio la noticia de su primer embarazo, se alzó en el aire hasta caer sobre él y también resbalaron por unas escaleras. Cuando llegó su segundo hijo fue lo mismo. Estaban impartiendo una clase en la Cruz Roja. Irma Teresa fue al baño, regresó con un sobre del laboratorio de la Cruz Roja en la mano. Su esposo notó sus ojos llorosos, sus mejillas sonrojadas. Saltó sobre él, pero esa vez no resbalaron. 

Juan Manuel cierra los ojos y vuelve percibir el aroma de Irma Teresa, su cabello sobre la almohada al despertar, su sonrisa, su mirada. “Mi esposa era mucho, puedo recordar todo de ella”, expresa este hombre de 44 años, dominado por la ausencia.

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Si bien la ambulancia era su pasión, Irma Teresa quería incidir sobre otras realidades, en las que ella pensaba que podía aportar para crear cambios significativos, como en otra epidemia: la de la violencia de género. 

Había una lógica: era común que fuera llamada a testificar en casos de violencia contra mujeres, pues siempre era la primera en llegar a las escenas de los crímenes. Sabía que el Estado de México era la segunda entidad con mayor índice de feminicidios en el país en 2019. Sólo en el primer semestre 2020, Tlalnepantla, su municipio, se colocó entre las localidades con mayor número de agresiones. 

Irma experimentó en carne propia la violencia de género. Cuando trabajaba en Seguridad Pública del municipio, un jefe de sector de la policía la hostigó laboralmente. Llegó al extremo de obligarla a realizar patrullajes en zonas de alta peligrosidad durante las madrugadas. Le proporcionó un arma para la cual no tenía capacitación y un vehículo que tampoco controlaba a la perfección. Después de presentar varias denuncias, logró regresar a las ambulancias de Protección Civil. 

Empezó entonces a planear un giro a su vida: estudiar leyes y conseguir un empleo en atención a víctimas de violencia de género en Tlalnepantla. Junto con Juan Manuel, trazó un plan para conseguirlo: calcularon los gastos, los años de estudio, la búsqueda de un trabajo que le permitiera disponer de tiempo para estudiar. Tenían todo listo. 

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Irma Teresa sintió miedo cuando comenzó la pandemia. Le preocupaba la salud de su esposo, quien ya había sufrido un infarto. Era población de riesgo. Ambos sabían que su trabajo implicaba constantemente riesgo de muerte. Por eso cada determinado tiempo conversaban con sus hijos sobre los escenarios más catastróficos y los planes para enfrentarlos. 

A la llegada del Covid-19, se reunieron de nuevo para tocar el tema de la muerte. “Siempre platicamos sobre la posibilidad de faltarles. Nuestra mayor enseñanza fue prepararlos para que supieran que nos íbamos a ir. Curiosamente, pensamos que sería yo el que moriría”, confiesa Juan Manuel. 

La hija mayor del matrimonio tiene 23 años. Estudia psicología y heredó de su madre la pasión por la literatura y la historia. En algún momento pensó en unirse al equipo de paramédicos, aunque desistió al ver el desgaste de sus padres. 

El menor tiene 14 años y muestra habilidades para las cuentas y los números. Se le ve por la casa reparando cosas, leyendo manuales, viendo programas sobre construcción y demolición. Piensa que su lugar estaría en una ingeniería. 

La muerte de su madre no los tomó por sorpresa. Sin embargo, lo difícil fue el duelo de los primeros meses, un tiempo de llanto e introspección. 

“Mis hijos resultaron ser muy independientes, fuertes de corazón. Quien aún sigue muy hundido soy yo, con tantos recuerdos y vivencias. Todas las noches repaso los buenos momentos con Irma”, dice Juan Manuel mientras prepara el uniforme que usará este día en la ambulancia.