Siempre fuiste un orgulloso, Benito. Me atrevo a decir que te divertía llevar la contraria. Desde niños reñía para bañarte, para darte de comer o que hicieras la tarea. Yo era un chamaco de ocho años y tú tenías cuatro y cuidarte era el único juego que compartimos porque mamá estaba trabajando en el hospital. Apenas te asomó la primera brizna de bigote y ¿qué dijiste? Me voy de la casa. 

Tu altivez quedó clara con la fractura en ese concierto de Los Auténticos Decadentes. Saltaste desde las gradas a la pista. Tenías 20 años y, como decía la canción de esos argentinos, “no querías una vida normal”. Tu rebeldía te hacía dar vueltas cuando veías el camino plano. Los doctores te dijeron que remendar esa tibia y el peroné requería rehabilitación. ¿Qué hiciste? Te quitaste la férula y rehuiste el tratamiento, aunque por años te quejaste de cómo te dolía la pierna. 

Cuando te enlistaste en el ejército y escuchaste las órdenes a golpe de gañote, ¿qué dijiste? No es lo mío. Por muchos años te decía: “Benito, ponte las pilas” y nada. Hasta que nació tu hija y te calmaste, te hiciste un buen padre.

Al final, cuando te dijeron que te debían entubar, ¿qué dijiste? Nada más meneaste la cabeza negando.  

Te graduaste como camillero en 2014. La primera generación del IMSS entrenada específicamente para esa labor y que llevó el reluciente título de “Personal Médico Hospitalario”. Cuando movilizabas a esos pacientes que yacían inconscientes, a los entubados, a esos que tenían como 20 sondas y respiradores, a los que en el trabajo les decimos “arbolitos de Navidad”, sentías una impotencia feroz. Por eso dijiste que nada de entubarte. No querías ser otro arbolito de navidad. Ni tu esposa, enfermera del hospital, te pudo convencer. 

Siempre fuiste bien decidido. Te ganabas a los pacientes con determinación. Eras ese salvavidas al que las personas se agarraban en los inciertos trayectos entre su cama y el quirófano. Tenías esa manera de decirles que iban a salir, que todo iba a estar bien. Como cuando me divorcié y me encontrabas llorando y me decías: “Ya, arriba, vas a salir”. Así le decías a tus pacientes también. 

Éramos bien diferentes. Yo siempre fui huraño y tú eras la medicina de todas las penas. Te decía: “No sé que tienes que la gente te quiere tanto, quizá es tu forma de ser, tu carisma”. 

Cuando te cambiaste del hospital de Lomas Verdes al de Naucalpan, todos me preguntaban por ti, te mandaban saludos y abrazos. Cuando tus cenizas dejaron el hospital en donde habías trabajado durante cuatro años, ahí estaban todos tus compañeros esperándote en el estacionamiento, aplaudiéndote, echándote porras, diciéndote “Todo estará bien”.

Testimonio:

José Eduardo Gutiérrez (hermano)

Reportero:

Juan Manuel Coronel