Disculpe a la doctora Barón, la esposa del doctor José Porras. No quiere hablar porque le gana el sentimiento. Diré la verdad. No se trata de mencionar buenas cosas de los amigos que se van. Él era un personaje. Simple y sencillamente, tenía una adicción por ayudarnos. Era de Tepito, de familia sencilla y batalló mucho por ser médico. 

Lo conocí cuando llegué al hospital hace nueve años. Él también tenía poco, pero se sabía los trámites, los servicios, era experto en todas las áreas. Empezamos en el turno vespertino de urgencias, había poco personal y nos teníamos que ayudar mucho. En ese tiempo tuve un aborto espontáneo y estaba muy triste. Recuerdo que le marqué y me ayudó con la pena. A cualquier hora contestaba. Era una persona que siempre estaba ahí. 

En el hospital era común escuchar: “Oye, Porritas, se me descompuso la computadora”. “Oye, Porritas, se me ponchó la llanta de mi carro”. “Oye, Porritas, se le cayó también el espejo”. “Oye, Porritas, se me olvidó la llave de mi locker”. “Porritas, mi niña se enfermó, me puedes cubrir”. Él resolvía. Decía que sí a todo. ¿Usted dice que sí a todo y a todos? No creo que haya muchas personas así en el mundo.

Tenía un contrato temporal que le renovaban cada tres meses, pero sabía tanto del hospital que cuando los jefes se iban de vacaciones, él cubría el puesto. Siempre le insistimos que debía de ser el jefe, que se postulara. La ironía fue que en enero de este año consiguió una plaza. 

Un día llamaron a junta y nos explicaron la situación de la pandemia. Quedamos bien preocupados y tristes. Porritas nos juntó después y lanzó uno de sus discursos famosos. Nos dijo que debíamos estar tranquilos porque el estrés nos hace cometer errores. 

Tal vez nosotros tuvimos la culpa. Debimos forzarlo a que se fuera. Muchos médicos se iban de licencia, por convenio, por incapacidad. Éramos pocos y él dijo que no, aun con su diabetes y su sobrepeso. 

El último día lo encontré en el estacionamiento, respiraba agitado. Me dijo que estaba bien, pero después me confió que esa noche había tenido fiebre, que no le sabía la comida, no percibía olores. Yo decía no, no, Porritas, no puede ser, tú no te puedes contagiar, no tan rápido. 

El hospital se llenó de su recuerdo. Un día había fotos en todas las áreas, aplausos a todas horas, luego una manta afuera del hospital. Hasta el Atlante, su equipo de corazón, publicó un pésame a la familia. 

Aún no lo puedo creer. A veces la mente hace jugarretas. Cuando tengo un problema, digo: “Le voy a decir a Porritas si me ayuda”. En el instante caigo en la cuenta de que no está. Fue una noticia inesperada. Creo que lo que le he dicho no se acerca a lo que era él. Eso “indescriptible” es lo que mejor explica a las personas. Veo que no tengo más palabras. Todo se queda corto. Nada alcanza.

Testimonio:

Lorena Gómez (compañera de trabajo)

Reportero:

Juan Manuel Coronel